Por: María Teresa Fuenmayor T
Villa de Cura, estado Aragua
Cuando
Alexida llegó con su familia a Varadero lo hizo destilando sudor por
todos sus poros. El calor de Puerto Cabello era para ella algo nuevo.
Seis años después de ese día seguía siendo para ella emocionante
escuchar el silbido ronco de las sirenas de los barcos al atracar en
el puerto.
Varadero
era un barrio nuevo. Un espacio ganado (¿O robado?) al mar.
Simplemente habían dragado el puerto y tomado sedimentos del fondo.
Acumulados en el lugar apropiado permitieron a la costa ser más
ancha y pronto hubo una franja nueva de terreno, tentación
irresistible para quienes –como su familia- buscaban tener –sin
dinero- una casa propia.
El
suelo bajo sus pies era una mezcla de arena y conchas de caracoles
(enteras, partidas o pulverizadas) siendo, sin embargo y contra toda
lógica, terreno fértil.
Allí
“se daba” todo lo que se sembrara. En el patio trasero sembraron
una mata de coco que crecía lenta pero a la vez notoriamente. Junto
a la cocina, una mata de ocumo con hojas enormes se había convertido
en la admiración de los amigos –escasísimos- que los visitaban.
Las
paredes estaban “tapizadas” con papeles gruesos en colores vivos
y satinados. Hojas que habían repartido en el barrio los vecinos que
trabajaban en el muelle como caleteros. Con sus 30 x 40 cm se habían
convertido en rudimentarios sustitutos del papel tapiz y unían lo
ornamental a lo utilitario ya que además de servir de ornato tapaban
perfectamente las ranuras que quedaban entre las tablas y con eso
salía menos el sonido de las conversaciones.
Le
hubiera encantado que no sólo le llegara del muelle el olor del
salitre y el sonido del silbato de los barcos. Le hubiera encantado
asomarse a la puerta y ver el mar.Sin
embargo, asomarse era ver un largo paredón blanco de lo que parecía
ser una pensión o algo así y de donde con mucha frecuencia se
escuchaba una voz femenina que gritaba: “-Tomasitaaaaa…” y
alargaba la “a” final de manera cantarina.
A
veces se asomaba y se sentaba en una sillita al lado de la puerta
para escuchar el ya familiar “- ¡Tomasitaaaaa!” e imaginarse a
Tomasita. Por algún motivo la imaginaba pequeña, algo regordeta,
de piel cobriza, ojos grandes, negros y brillantes y un cabello
lacio, muy lacio.
El
nombre en sí mismo ya era atractivo. En su familia ni de chiste le
hubieran puesto a una mujer por nombre Tomasa…porque Tomasa era
nombre de mujer pero no de niña y mucho menos de bebé. Y como las
mujeres nacían como bebés siempre se buscaba que los nombres fueran
suaves: Alicia, María, Luisa…pero no Tomasa.
A
una niña no se le puede decir Tomasa. Quizá el nombre se lo había
puesto el papá y la mamá se lo abreviaba con el “ita” final.
Tal vez era por eso que al llamarla alargaba el “ita” de su
creación, como para suavizar y feminizar aún más ese nombre
fuerte.
“-¡Tomasitaaaaaa!”.
Nunca
escuchó a alguien responder al llamado. Jamás sintió el sonido de
la voz de Tomasita. Tampoco logró percibir de detrás de ese paredón
blanco alguna otra voz, sonido, ni palabra.
Cuando
al pasar los años otros lugares, otros paisajes y otras personas
llenaban su vida diaria y el recuerdo de Puerto Cabello se hacía
cada vez más débil entre tantos detalles olvidados, la nostalgia
por el sonido de los barcos al atracar y del nombre Tomasita rodeado
del encanto que rodea sólo aquello que no llegamos a conocer se
convirtieron en iconos representativos del Puerto.
Puerto
Cabello era un sonido. O, mejor, eran dos sonidos: el
“Tuuuuuuuuuuuuuu” del silbato y el cantarino “-¡Tomasitaaaaa….!”
La
era tecnológica era ahora una tentación. Le provocaba difundir la
historia por Twitter, Sonic, Facebook y encontrarse de pronto con
que una cara regordeta, de piel cobriza, ojos grandes, (negros y
brillantes) y cabello lacio le dijera en el chat:
“-Señora…¡Soy
Tomasita!”
Sitio web de la imagen:http://www.skyscrapercity.com/showthread.php?t=214782&page=15
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu participación puede ayudarnos a mejorar el contenido de este blog. Esperamos tus comentarios y opiniones.