Toda persona al morir deja algo, sea bueno o sea malo, costoso o inservible; pero siempre, por más que no posea algo aparente, deja un legado a una o varias personas. Inclusive, hay quienes dejan herencia a un animal, como ser un perro o un gato. Pero no es de esas personas de quienes voy a hablar, no. Quiero dar a conocer un legado que ha sido tan, pero tan valioso que vale la pena sacarlo a la luz, por cuanto no existe ni habrá para mí otro que lo supere y por tal motivo quiero compartirlo ya que considero que algo te tanto valor no debe ser ocultado. Se trata nada más y nada menos que de “El legado de papá”
Recuerdo la casa de mis abuelos maternos en la Cañada de la Iglesia (Caracas, Venezuela), era grande: una sala amplia que siempre estaba cerrada, un patio de centro donde había lirios con sus flores vestidas de blanco, esparciendo su rico aroma por todo el ambiente. Era un lirio de hojas grandes y anchas. Al final de la casa estaba el corral o “solar” en el cual se erguía majestuoso el granado, siempre adornado con sus frutos tan llamativos que incitaban a cualquiera y atraían de tal manera que no quedaba otra alternativa que tomarlos y degustarlos. Había también un árbol, si mal no recuerdo, era un mamonero. De una de sus ramas pendía un mecedor que era mi deleite cuando me balanceaba en él. Me remontaba por los aires. Me gustaba sobremanera sentir el golpear del aire en mi rostro.
Al frente de la casa no había jardines ni nada por el estilo. Era más bien un terreno bastante accidentado por el cual, cuando llovía, bajaban fuertes torrentes de agua. Tenía una puerta muy alta la cual daba al zaguán, ese pasillo que separaba la puerta de la calle de la segunda puerta que ofrecía entra directa a la casa. A la derecha de la puerta principal del frente estaban situadas dos ventanas de gran tamaño. Del recuerdo de esas ventanas no puedo borrar lo que ha venido a formar parte del recuento que quiero ir plasmando a través de mis letras. Allí, en una de las ventanas, está él. Lo veo con su exhibición de papagayos (papalotes, volantines, cometas). Todos vestidos de colores muy llamativos, de diferentes formas y tamaños. Estaban a la venta y tenían gran aceptación entre los muchachos del sector por cuanto había buena brisa y buen tiempo para elevarlos.
Yo era muy niña en ese entonces como para darme cuenta de la situación o el momento que estábamos viviendo. Papá se había quedado sin trabajo y con la venta de estos papagayos se ganaba el sustento para mi mamá, mis tres hermanos y yo.
No sé cuánto tiempo transcurrió, pero de repente nos mudamos para otro sector en el cual continuaríamos viviendo con mi abuela, mis tíos y tías en un apartamento ubicado en un edificio de cuatro pisos el cual estrenamos en lo que en aquel entonces se llamaba 2 de diciembre pero que actualmente es conocido como 23 de enero. Nos tocó vivir en el tercer piso.
Mi papá comenzó a trabajar, se iba muy de mañana y llegaba por las tardes o noches trayendo el sustento diario. Cuando le preguntaban a mamá por él ella decía: - Está en el Congreso, así que, cuando mis compañeritas de juego hablaban sobre los trabajos de sus padres, yo, muy orgullosa, decía: - Mi papá trabaja en el Congreso, aunque no tenía la menor idea sobre qué era “el congreso”.
Papá nos compraba a mis hermanos y a mí creyones, cuadernos, revistas infantiles y de comiquitas (Esas que ahora llaman “comics” y en aquella época las conocíamos como “suplementos”) aunque aún no íbamos a la escuela y, por lo tanto, no sabíamos leer con la única excepción de mi hermano mayor, quien había nacido tres años antes que yo. Era el único que había ido a la escuela por un tiempo y comenzó a enseñarme lo que había aprendido. Yo le admiraba parque sabía leer, así que, cuando compartía sus conocimientos yo trataba de imitarlo.
A papá le gustaba fumar tabaco, pero no por una connotación religiosa sino así como se fuman los cigarrillos. Los tabacos que él fumaba traían su marca comercial en una especie de anillito de papel que les rodeaba. Yo se lo pedía para ponerlo en mi dedo. Había unos que tenían en ese anillo el rostro de un personaje de nuestra historia patria y nunca he olvidado lo referente a él porque le pregunté a mi papá lo referente a él y me dio las primeras lecciones de historia que recibí en mi vida. Se trataba de Ricaurte, el joven colombiano, héroe de la independencia de Venezuela que voló el polvorín en San Mateo para que no cayera en manos de los realistas muriendo él mismo en dicha explosión.
Papá me narró este hecho con un fervor tal que me transmitió desde ese momento el sentir patriótico. Así que, desde allí en adelante, comencé a darme cuenta qué eran las fechas patrias pues, cada vez que veía colocar las banderas había un por qué de mi parte y una respuesta histórica de parte de él y ya no era sólo historia sino narraciones, anécdotas, juegos y cuentos de la época de su niñez, como lo que me narró acerca de un trabajo que tuvo de niño en el cual, para trasladarse de un lugar a otro, utilizaba patines y así se cansaba menos.
Tenía el cabello negro, liso (lacio) y abundante. Con gusto pasaba mucho tiempo peinándole, tratando de hacerle crinejitas que debido a su tipo de cabello se deshacían apenas las trenzaba. Él se dejaba peinar con mucha paciencia. Mamá decía que él era indio porque mi abuela paterna y su familia eran del Zulia, de la Guajira.
Siempre tenía tiempo para jugar con mis hermanos y conmigo. Nos enseñó a hacer barcos de papel, aviones, cachuchas (gorras) con papel periódico y, como en ese tiempo el jabón en polvo venía en cajitas de cartón, utilizaba estas para fabricar edificios recortándoles puertas y ventanas de forma que se podían abrir y cerrar.
Siempre estaba alegre, tenía la sencillez de un niño. Disfrutaba con cualquier “gracia” que hiciéramos y no trataba de disimular su emoción.
Era muy honesto y servicial. Siempre lo veía leyendo el diario y tenía una particularidad que no he visto en nadie más: Leía el periódico completo, punto por punto, página tras página. Tenía una memoria prodigiosa en cuanto a recordar fechas, lugares y hechos. Y en cuanto a los números, podía multiplicar mentalmente o efectuar cualquier otra operación con mayor rapidez que una calculadora. Uno tomaba la calculadora y decía la operación y aún no había terminado de marcar los números en la misma cuando ya él había dicho la respuesta correcta. Su hablar era de imitar, no era vulgar ni grosero. Era culto. Siempre admiré su calidad humana en todos los aspectos.
A medida que fui creciendo me iba instruyendo a través de toda la literatura que ponía en mi poder y el de mis hermanos. Fielmente nos compraba suplementos (comics) educativos que trataban temas de historia y geografía universal, personajes ilustres, mitología griega, próceres de nuestra patria y el mundo, vidas de santos tales como Rosa de Lima, Ignacio de Loyola, Francisco de Asís, la Madre Cabrini, etc.
Era honesto cien por ciento, recuerdo que una vez encontró una cartera la cual tenía una buena cantidad de dinero, la revisó, vio el documento de identidad e investigó y estuvo preguntando hasta lograr saber de quién era. Le pertenecía a un señor que trabajaba como chofer manejando un camión repartidor de una conocida marca de refrescos (gaseosas). Se fue tempranito al lugar de despacho y esperó al susodicho para devolverle su cartera sin haber tocado un centavo. Una lección de honestidad que nunca se borrará de mi memoria.
Mi abuela materna le tuvo un gran aprecio y mis tíos le trataban como si fuera un hermano más.
Siempre supo dar ejemplo de cultura, honestidad, buen humor y moral.
Nunca le tuve miedo, sino un gran respeto y admiración. Hubo algo muy especial entre él y yo, traté de imitar siempre hasta su gusto para comer, comía cosas que no me agradaban mucho solo porque veía que él las comía.
Me siento orgullosa de lo que viví y aprendí a su lado, me ha servido de mucho en lo que llevo de existencia. He tratado de imitarlo transmitiendo parte de su legado a mis hijos y no me ha fallado. Ahora lo estoy poniendo en práctica con mis nietos también y como no quiero que se pierda ni se desperdicie lo he plasmado en estas líneas para que perdure más y más.
Su legado es maravilloso, no me cansaré de adquirir conocimientos, no me cansaré de compartirlos, de transmitirlos y de publicarlos. Conocer más y más cosas para luego enseñarlas sin egoísmo y con pasión vehemente, es el legado de papá.
Se fue como había dicho que se iría: De pie.
Se fue, pero su legado ha pasado de mí mis hijos y nietos y mi mayor anhelo es que sirva no sólo para mis allegados sino para cuántos quieran aceptar gratuitamente parte de este legado: Trabajar, conocer, aprender, dar y dar sin egoísmo, tener en alto la honradez, la cultura y mantener siempre el buen ánimo sin desesperar por adversas que sean la eventualidades.
No son bienes materiales, no son riquezas palpables. Son riquezas intelectuales que sí se van con nosotros al morir, que sí nos acompañan hasta el otro plano. Por tanto “El legado de papá” quise plasmar para que sirva de ejemplo y pueda enriquecer a otros y despertar a muchos que poseen una riqueza similar y no se han percatado y, por lo tanto, se puede perder sin que tenga provecho o sea de beneficio para otros, para muchos.
Les obsequio “El legado de papá” ¿Qué legado dejarán a sus hijos, nietos, y otros?
Nina Teresa Fuenmayor de Marín, Caracas, Venezuela, febrero 2002