Por: María Teresa Fuenmayor T.
El Toquito, Villa de Cura, estado Aragua
El día que el escritor Juan Francisco Lara nos asignó como actividad en el Taller de Literatura el recorrer el Museo de la Tradición y escribir algo acerca del mismo no lo hice con mis compañeros. Ese día justamente tuve qué retirarme a mitad del taller, así que regresé en otra oportunidad sola para hacer la visita por mi cuenta.
Entré al Museo con la intención de observar los objetos que en él se encuentran, evaluarlos, imaginar su participación quieta en historias de antaño. Salí con la impresión de haber sido observada, evaluada, de que cada objeto había tratado -desde su conocimiento experimental de decenas o cientos de años- de imaginar mi historia.
Salí y dejé esos objetos antiguos allí...bueno, al principio, fue eso lo que creí...pero...se vinieron conmigo, ellos y quienes los usaban.
Mi familia se preocupa. En nuestro pequeño apartamentito los sonidos retumban. Se nos hace difícil dormir cuando a las tres y media de la mañana comienza a escucharse el ruido acompasado y rítmico del pilón de maiz. No cesará hasta las cinco a.m. más o menos.
Me levanto a hacer el desayuno en la tosti-arepa, sobre la cocina eléctrica, normal...
Entonces escucho desde la sala la voz de Albertico Limonta, oigo que al fín se sabrá el secreto...la urgencia me lleva con rapidez...a encontrarme frente a un televisor donde Ben 10 se las arregla para salir ileso de sus luchas contra alienígenas.
Quise ir a un sicólogo que me ayudara a controlar mi imaginación, pero me dió vergüenza entrar en su consultorio, sobre todo después que le vi descender con tanta elegancia de su coche y dar una palmada cariñosa a cada uno de los caballos que tiraban de él.
En mi casa vive el ayer, se las arregla para coexisir con el hoy, pero esta coexistencia pacífica entre ellos me está volviendo loca...sólo tenemos dos habitaciones...me preocupa pensar dónde acomodar a tanta gente...y que se sientan bien, claro.
El pintor es sencillo, ya colgó su chinchorro en el balcón y se pasa los días plasmando colores en el lienzo. Sólo de vez en cuando cruza por la cocina para ir a lavarse las manos en el baño.
La más difícil de complacer es la partera. Nunca sé si se las arreglará sola o si exigirá mi ayuda inmediata. Cuando esto sucede debo dejar lo que esté haciendo y correr a seguir sus instrucciones rápidas y urgentes.
La chica que me ayuda a limpiar todo después de cada parto es silenciosa, tiene una linda sonrisa en su tez morena, aunque sus ojos son tristes, tan tristes como las marcas de maltrato y las huellas que han dejado las cadenas en sus tobillos.
Al final de la tarde, cuando el caer del día hace que cada uno se recoja en el espacio asignado por mí o tomado por ellos mismos, nos sentamos en la cocinita a tomar café.
Ella no alza los ojos de la taza y me cuesta mucho -tarde tras tarde- hacerle entender que no debe quedarse de pie a mi lado sino sentarse junto conmigo a merendar.
A veces le pregunto cosas acerca de su pueblo al que nunca regresó o de su familia a la que nunca volvió a ver...pero su idioma hermoso pero distinto, mezclado con sólo algunas palabras del que dejaron los españoles, no me es comprensible.
Hoy, apenas termine de hacer este escrito para entregarlo mañana en el Taller de Literatura, me acostaré tempranísimo. Trataré de dormir mucho antes que me despierte nuevamente el ruido del pilón de maíz...a las tres de la madrugada.
Sitio web de la imagen: http://www.avimont.com/museo_de_la_tradicion_inocencio_utrera
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