Por Oscar Carrasquel
Villa de Cura, estado Aragua
En la antigua esquina "del Coco" de un barrio de mi pueblo,quedaba el bar "Deportivo" de Pompilio Martinez y diagonal, bodega "La Loca", de su hermano Francisco Martínez.
Justo al frente, en una casa de zinc y bahareque, vivió durante muchos años un hombre de larga vida llamado JULIO ROJAS. Aquel era un ser apacible y humilde, de sonrisa cordial, flaco y pequeño de tamaño.
Algunos lo llamaban "culebrero", pero la gente, quizá aprovechando su baja estatura, le hizo conocer por toda Venezuela con el sobrenombre de "POLITO".
Conversador e infatigable viajero, y explorador de fiestas y ferias en ciudades y pueblos.
Crecimos en este villorrio, siguiendo los pasos a este personaje circence con dotes de caballero.
Como es de recordar, se enrollaba en su cabeza una enorme culebra, a la cual le puso el artístico nombre de "María Cristina" porque la serpiente aparentaba seguirle la corriente, como anunciaba una canción de moda en aquellos tiempos.
Enseñó hablar a dos ocurrentes muñecos del tamaño de un ser humano que siempre llevaba ocultos en una maleta de viajero, ambos vestidos con flux oscuro. De ellos yo apenas me acuerdo: uno se llamaba "Pancracio" y el otro "Doroteo".
Curioso y extravagante, curandero con oraciones y ungüentos.
El hombre se movía a pié por todas las calles, vendiendo pomadas y mejunjes envasados en frascos de botica.
Según relata Oldman Botello, de lejos se podía escuchar lo que a todo pulmón el viejo pregonaba: "¡Llevo el remedio para los hombres que dicen que raspan y raspan...y no raspan nada!"
Su casa era un santuario y cada rincón, una telaraña de plantas disecadas y, colgados sobre un nicho, una galería de cuadros de santos en abanico.
Abundaban en aquel recinto las plantas medicinales fácil de distinguir por la fe espiritual: Pencas de sábila, ramas de mejorana, de hierbamora y cariaquito morado.
En una gruta se veía una ristra de velas alumbrando a toda hora, como un fogón de leña.
Curaba a los niños que tierra comían y aliviaba los dolores reumáticos a las personas que los padecían.
Socorría a cualquier necesitado que ensalmar y curar una erisipela brava o una culebrilla "sapa" requería.
A veces, en plan de centavos, se lanzaba a las calles a moler música rucaneada en un pianito de manilla, en plazas y botiquines.
Para sus vecinos ya era costumbre ver entrar a su casa, figuras de merecida fama que lo conocían, como Ángel Custodio Loyola y otros.
Un día lo vino a buscar la muerte a la casa que habitaba en la calle Guárico cruce con Urdaneta, para llevarlo a otros horizontes lejanos.
Sostenía su humanidad, entonces, la dureza de más de cien años encima.
Rindo tributo a este personaje excéntrico de la vida popular villacurana quien hacía muchísimos años había arribado a La Villa de tierra colombiana.
La Villa, diciembre 2014
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