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jueves, 28 de mayo de 2015

Una metáfora líquida: EL CUERPO DE LA TRANSPARENCIA






















(Crónicas del Olvido)

Por: Alberto Hernández


1.-
El poema lava las piedras por donde pasa el agua. El poema mismo es el agua y la piedra que se lava para decirse en su caída y en su continuada corriente. Por eso, este libro no se lee, se navega, y a veces provoca el naufragio del lector que se ve agitado entre tantas imágenes.

Se trata, entonces, de un grupo de poemas que se advierten metáfora líquida, libre, abierta a distintas lecturas. Rosana Hernández Pasquier, la autora de El cuerpo de la transparencia (Blacamán Editores y Asociación Civil En Cambio, Villa de Cura, 2012), se aventuró en medio de la lluvia, de la contemplación de su mensaje, de los tantos sonidos y consecuencias de su abundancia e hizo este universo en el que también se lee el desarraigo de quien huye de ella, de quien trata de reinventarla, de posesionarse de sus significados. El agua, motivo de reflexión, de pensamiento y silencio. El agua, instancia de mares, lagos y ríos. Momento de tragedias, pero también visión de sed física y espiritual en su ausencia. Con razón, la poeta invoca a Job para instalarse en el cielo de aquellas aguas que luego doblan la flor que, desde una ventana, vislumbra el mundo. Con razón, el viejo Heráclito sacude sus sandalias en cualquier recodo de los poemas que hoy leemos en este libro.


2.-
El agua lee de corrido la tierra. La vanguardia de su permanencia la ha hecho dueña de territorios y memorias. Guardada, instala en quien la consume y la observa los códigos de la dificultad para atraparla. Libre como ha sido siempre, ha tenido que retornar a la lluvia que era. Dice el poema que La imagen del río que corre libre/ convoca la paz que somos, pero más adelante le imprime a esta afirmación el cálculo de saberla encerrada y luego liberada para volver al origen: Si el agua del grifo sale y escucha llover/ aprende a ser lluvia. La duda contenida en el verso nos obliga a destacar que siendo líquida la imagen, el poema es capaz de asimilarse líquido, corriente en el entender de quien lo lee. En este sentido, agua y poema anuncian la imagen que vendrá: Espejo de la profundidad que nos hace.

Reúno los saltos de la primera parte de este libro para establecer una relación con la segunda, “Voces del hacedor de lluvia”. Es decir, el poemario contiene dos alientos en los que el tema es tan sólido como líquida la imagen. El agua y quien la usa, quien la disfruta, quien la sufre y quien la hace. Digamos de algunos poemas que se admiten en la lectura como traductores de todo el libro: La vida puede vislumbrarse/ por la pequeña gota de agua/ en el descenso no pierde su trasluz. / (…) y llega la luz de la alianza al ojo distraído. Un elemento mueve los signos, la luz, la transparencia, el cielo. El agua se vierte luminosa. Es luz. Y así, en segunda persona: Cabes en el cuenco de nuestras manos. Vulgarizada, humano elemento, traído para la sed y la limpieza. La metáfora tiene olor en la flor de Dulce María Loynaz, doblada por el peso de la lluvia. En otro lugar, la enfermedad, la suciedad, hueso que devuelve la razón y la trastorna: Los signos de las aguas estancadas/ tan ajenos a su naturaleza/ En sus bordes reside la muerte/ Detenidas/ su código es distinto/ su número es finito. Por eso, en cada anuncio, Rosana Hernández llega a preguntarse: ¿Qué palabra pronuncia la caída? Alguien puede decir también en qué árbol se movió la tarde del entierro de Omar Gutiérrez Peña, en qué lugar del alma quedó su cuerpo roto. Bajo el sol también estaba la lluvia, lejana.
Un tramo más adelante la voz afirma: La lluvia/ su presencia de animal mitológico/ sobre las grietas de la tierra, para luego arribar silenciosa al cauce que espera la corriente: El río no está más/ sólo un cofre de cemento lo escucha sufrir. Esa humanización sonora hace que la poeta diga de la máscara de la tragedia, la que vendrá en páginas posteriores. La imagen que la congrega se alista en los ojos: Somos recipientes apenas. La belleza aturde por su síntesis.


3.-
La tragedia de Vargas está en este libro. El agua, por supuesto, es la protagonista. Desde el comienzo, desde el primer viento, el lector de la naturaleza, así como el lector del poema, ve hacia el cielo y toma los designios como culpa, de allí tantas preguntas sin respuestas. De allí que Soy ojo de tierra/ montículo que aspira el arriba// Una germinación/ Soy un brote/ obnubilado en los flancos/ por el brillo de la sal// Soy una isla/ lo sé// Temerosa de sucumbir/ apenas si me asomo. De allí que se diga de la vida y de la muerte. De los anuncios negros que bajan del Ávila hacia el mar. Del lodo que lo arrastra todo. Del barro que se hace cuerpo temeroso, del agua que ahoga. De los rasguños en el lomo del cerro. El agua violenta. Y así Heráclito, de nuevo: Sobre qué se refleja/ la sombra/ si el agua del río/ siempre corre, deja dicho esta mujer que hace del poema una respiración urgente.

¿Quién es el hacedor de lluvia? En esta parte del libro el tono se eleva. La sacralidad de la imagen nos impulsa a pensar que el agua también viene del eco de Dios. Larga oración que queda vibrando en los ojos, en los oídos. Una imagen para no silenciar las últimas páginas: En el bosque sagrado// en lo más alto de tus abetos// tres hombres gotean/ sobre sus cimas// Uno golpea su caldero// y es trueno// El segundo hace volar chispas// y es relámpago// El hacedor de lluvia/ con ramitas asperja agua/ en todas direcciones/ vendrás lo sabemos/ y del estiaje surgirá un brote.
He aquí que de la mitología emerjan flores y árboles. Algún río vuelve a la lluvia.

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